Después de las vacaciones, después de la intratecal del martes pasado, después de que mis niños se incorporaron a sus rutinas diarias, me quedé tranquila.
Unos comen más, otros menos, se levantan refunfuñando porque es muy temprano o se pelean conmigo porque no les gusta la camisa de hoy (benditos uniformes, cuánto lo echo de menos).
Pues eso, que todos hemos vuelto a las rutinas, ellos al cole, yo al súper y a la cocina, y también al psiquiatra.
Hace ya meses que se lo dije, tenía, tengo claro que todo esto de mi sol nos va a pasar factura a nosotros, a los papás, sé que lo pagaremos caro. Ella me preguntó si no creía que ya lo estábamos pagando caro. Yo sé a lo que me refiero.
Mientras estás en un estado de tensión máxima no puedes permitirte un dolor, un malestar o un simple estornudo, pero ahora todo va saliendo.
Me duele la cabeza, un día sí y otro también, tengo una contractura en el hombro derecho que me hace moverme como Robocop, me duelen los ovarios, el pie derecho se resiente de una antigua lesión.
Todo eso lo doy por bien empleado si les veo bien a ellos, yo no cuento.
El viernes recogí a mi sol del cole antes que a su hermana, que se queda a clase de música. Venía contando y cantando en el coche, más feliz que un regaliz.
Cuando llegamos a casa me grita: ¡mamá, sangre!, el mundo se para, mis músculos se bloquean y el corazón me late como si quisiera salir del pecho.
Tenía una hemorragia nasal, enseguida se cortó, como casi todos los niños se había metido los dedos hasta el cerebro. Pero yo no podía dejar de pensar, calcular, cuántas plaquetas tenía en el último análisis, cómo estaban los leucocitos, qué tal su hemoglobina.
Es en estos momentos en los que soy plenamente consciente de que queda mucho por andar y de que el miedo va a vivir a mi lado para siempre.
1 comentario:
Ánimo mi niña, no mires el camino que queda sino el que ya has recorrido. Mil besos.
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